La reacción más habitual tras contemplar por primera vez un espectáculo de la reputada compañía belga Peeping Tom, suele enmarcarse en un puñado de exaltadas reacciones próximas a la admiración: sorpresa, entusiasmo, pleitesía… Todas ellas justificadas y comprensibles, tal es la resolución de sus propuestas, compendio de estímulos de alto voltaje. Nacida en el año 2000 y dirigida por Gabriela Carrizo y Franck Chartier, Peeping Tom trabaja alrededor de unos códigos que si bien beben de la estética y predisposición escénica de los trabajos de la agrupación Les Ballets C. De la B (también belga), de la que formaron parte sus directores, han transitado por la búsqueda y conseguido el tan ansiado sello de autor que identifica una trayectoria. Tiene que ver ese discurso inconfundible con casi todos los elementos propios de una propuesta de escenario, y particularmente, con la suma de su totalidad: escenografía (por la que habitualmente comienza el proceso de creación esta compañía, según ha declarado Carrizo en alguna ocasión), música, iluminación, texto y por supuesto movimiento. Todo relevante. Todo protagonista. Moeder (Madre), segunda parte de una trilogía que arrancó en 2014 con Vader (Padre) y finalizará en 2019 con Kind (Hijo), visto en Madrid tras su paso por Barcelona, Sevilla y Murcia, a lo largo de 2017, es depositaria de todo ello. La familia y sus más oscuros recovecos, tema recurrente en su trabajo, orquesta de nuevo la homilía, esta vez enmarcada en la figura materna. También el escenario sobre el que desarrollar la materia, en Moeder tanatorio, maternidad y museo, teatral, realista y absurdo al tiempo, marcado por una contundente simbología y de huella cinematográfica, que recuerda aquí al inquietante trabajo del cineasta sueco Roy Andersson. La composición sonora, también clave en el puzzle dancístico de este colectivo, descrito por reconocible música (desde Janis Joplin y su Cry Baby hasta una particular reinterpretación de Vivaldi, que mece uno de los momentos más categóricos del espectáculo) y sugerentes sonidos (el agua, la voz de una madre…). Y por supuesto el movimiento, impecable y arrebatador de sus bailarines, que presenta la danza como eje fundamental (disciplinario y dramatúrgico) del trabajo, acariciando la excelencia. Un trabajo, Moeder, que a pesar de no contar con la fuerza de montajes anteriores como A louer, ensombrecido por momentos de encapotada planicie, lleva la danza a elevadas (y sobre todo muy personales) cotas de contemporaneidad creativa.