Este recorrido dancístico desde el periodismo, por el festival Dansa València, comienza a las 13´00h del jueves 7 de abril. Aun no he llegado a la ciudad, pero Instagram me avisa de un directo desde la muestra. Me conecto a través de mi móvil en el tren, reconozco la Plaza del Patriarca, me asombra la fuerza del sol, la intensidad de la luz, me sobrará el abrigo. Me sorprende menos la cantidad de público que se intuye. Dansa València siempre ha sido un festival acunado por la ciudadanía. Casi desde sus orígenes, en 1988 y durante muchos años. Después le sobrevino una especie de apagón con un cambio de formato, dilatado en el tiempo, que no le favoreció en absoluto. En 2017, con la llegada de Mar Jiménez a la dirección recobró su fuerza y esta edición, con María José Mora al frente, parece reflejar querencia por continuar la travesía que lo mantenga en lo más destacado del mapa dancístico nacional.
Ya en Valencia, a la espera del primer espectáculo de la tarde, la asistencia de numerosas personas dedicadas a la programación, de dentro y fuera del país, certifican el objetivo del festival por recuperar fibra y visibilidad. A las 17´00h, en Espai Inestable, esperamos el comienzo de One night at the golden bar, nuevo trabajo del creador malagueño Alberto Cortés, que se muestra en calidad de preestreno. Es importante resaltar esta etiqueta, la de trabajo aun por estrenar, la de pieza recién salida que testea su pulso frente a una audiencia. El marco de un festival especializado en danza también debe servir para el ensayo-error (o acierto). Pienso en los deberes de una programadora o programador y pienso que pasan por cierta responsabilidad de este tipo, de esa que apuesta por forjarse un criterio en comunidad, más allá de la notoriedad. Dicho sea de paso, qué bien cuando esto ocurre más allá de la tendencia, que en danza también las hay, faltaría más.
“Cada vez que te nombro, me destruyo”, se escucha casi al comienzo de la obra, como parte de esta declaración de amor descarnado y queer con formato de monólogo cantado, interpretado (con música en directo de César Barco) y en ocasiones, bailado, que es el espectáculo. Encarnado en una especie de ángel caído en la esquina de un after, que masculla discursos del querer entre lo conceptual y la copla, lo teórico y lo popular, la ternura y la provocación, Alberto Cortés se expone como suele hacer, sin mucha concesión, en una propuesta que si bien embelesa en ocasiones, también naufraga cuando se extiende en lo anecdótico.
Un autobús nos recoge para llevarnos hasta La Mutant, espacio en el que transcurrirá la próxima parada del festival con el estreno de Bailar al sonido, de la creadora valenciana Sandra Gómez. Me llama la atención esa contracción morfofonológica del título de la pieza, “al”. Transcurrida, compruebo que tiene todo el sentido. El sonido es protagonista y se le reverencia desde el cuerpo (leer crítica del espectáculo para Red Escénica AQUÍ).
Son las 21´00h y la jornada se cierra en el Teatre El Musical con Acciones sencillas, trabajo de Jesús Rubio estrenado en 2021, que transita por el camino iniciado con una obra anterior, Gran Bolero (2018), en la que el placer de bailar, el movimiento contínuo, la fluidez del esfuerzo y la interpretación vehemente de los bailarines (en esta ocasión, especialmente la de ellas; especialmente la de Natalia Fernandes) coronan un trabajo en el que destaca la fabulosa presencia en directo de la voz, música y palmas de Desiré Parets, Blanca Paloma y Pau de Manuel. Jesús Rubio tiene oficio y acierta en la construcción grupal de movimiento.
El autobús nos devuelve al hotel. La diversidad ha determinado la tarde.