El amor y sus estados, empapados de ternura o desesperación (por no tenerlo o al fin hallarlo), de dependencia o autoridad, de unión y de fractura, de lucha y entrega, de demonios, desastres y paraíso, marcan Venere, nueva obra del bailarín y coreógrafo canario afincado en Madrid, Daniel Abreu, que ha tenido su estreno absoluto en el Festival Madrid en Danza. Responde esta amplia comprensión de una idea, en la que se contemplan aquellos matices posibles y los menos probables, a la querencia artística de este creador por moverse en lo disimulado de grandes conceptos y recuperar lo recóndito, a menudo clave en lecturas finales. Ya desde el título (traducido como Venus, diosa abanderada del amor carnal, pero también planeta, desconocido y remoto), se adivina el viaje de contrastes emocionales por el que se transitará en este trabajo, cristalizado con su puesta en escena en otra máxima del discurso de Abreu: la composición de cuadros o paisajes teatrales, conectados a través de los intérpretes y de la poética que impregna la encarnación del discurso. Encuentra en este trabajo, esa poética, nuevas dimensiones concretadas en momentos para la sorpresa (más que reseñable si se repara en la amplia trayectoria de más de 40 producciones que firma Abreu) y el uso de elementos escénicos, como el espacio y la luz, que aunque se presentan siempre señalados en sus espectáculos, se muestran en esta ocasión con verdadera intencionalidad en la configuración e interpretación final. La profunda identidad de los seis bailarines que dibujan Venere (Janet Novás, Dácil González, Anuska Alonso, Pilar Andrés, Max Sandford y Daniel Abreu), proporciona empaque al resultado y suma matices en su lectura, generada por el altruismo con el que el coreógrafo mece a sus cinco compañeros, favoreciendo sus personalidades en escena. Y poniendo de relieve un par de distintivos más de Venere. Por un lado, nueva apreciación del amor: la del creador hacia sus bailarines. Por otro, nueva metáfora de la madurez artística que respira esta obra.