Fotos: © marcosGpunto
El Arco, último trabajo del coreógrafo y bailarín Daniel Abreu, viene a certificar unas cuantas cosas de su trayectoria y de la escena. Por un lado, ese grado de compromiso artístico que el creador ostenta desde sus inicios y que le mantienen en un discurso exclusivo. Muy lejos de asentarse en preceptos acomodaticios o fórmulas que funcionen y pueden llegar a repetirse hasta el agotamiento, el coreógrafo suele traspasar la frontera de lo consabido sin importar más riesgo que el que te proporciona un verdadero pacto contigo mismo. En esta línea, Abreu firma en El Arco una coreografía que avanza por nuevas dimensiones corporales (que ya se adivinaron en El Hijo, su obra anterior) siempre soldadas a la exigencia dancística, el rigor y la riqueza de vocabulario, y plantea novedosas líneas y volúmenes, curvas y arcos, sin salirse de esa fluidez poética que corona su lenguaje. Por otro lado, y precisamente por todo lo expuesto, certifica también esta pieza la capacidad de un coreógrafo para mantenerse alejado de tendencias frugales de la escena del momento, en pos de la coherencia y la profundidad.
El Arco bien podría ser la historia de un acompañamiento, el de tres intérpretes transitando hacia una luz, por ejemplo esa que brilla al final de cualquier túnel; o la que aparece como una tormenta eléctrica, pero se va antes de poder descifrarla; o la que de manera intermitente, acaba definiendo esquinas y rincones. Abreu, junto a la también bailarina Dácil González (ambos, premios nacionales de danza), y la compositora e intérprete Elisa Tejedor, se escoltan y se sujetan durante una hora, a través de la danza y la música, en una travesía de sombras y enigmas hacia la curvatura de la luz. La relación del trío en escena se sostiene en la fuerza de lo implícito; en el estar sin ruido; en asociarse respetando los espacios del movimiento y el sonido. Con un cello eléctrico, Tejedor interpreta en directo, en solitario y compartiendo escena con los bailarines, lo que puede verse como un sutil canto de Orfeo por el que transcurre la propuesta, desplegada en escenas o paisajes, otra máxima del hacer de Abreu.
Pintados de negro y arropados por unos exquisitos y policromados vestuario e iluminación, que son atravesados por el oscuro, el rojo, el azul, el verde y finalmente, el blanco, Abreu y González se sujetan con la comunicación y complicidad a la que nos tienen acostumbradas, en una lúcida y concluyente expedición hacia la luminiscencia.