Un patio de butacas, prácticamente completo (y al final del espectáculo, casi todo en pie) esperaba la pasada noche en la Sala Roja de Teatros del Canal a la reputada compañía israelí Batsheva Dance Company, que dirige Ohad Naharin desde 1990. Había expectación. Esta agrupación se presenta (hoy repiten) plato fuerte de la actual edición del Festival Madrid en Danza, que se desarrolla en la capital hasta el próximo 8 de diciembre, y de la danza internacional. Pero también parecía palparse seguridad y convencimiento. Pasara lo que pasara en los próximos 65 minutos, la posible decepción se movía en una franja muy corta, si la memoria o enciclopedia del espectador se remontaba a cualquiera de los más de 30 trabajos que Naharin firma a lo largo de su dilatada trayectoria. Bien por el conocimiento de su discurso, bien por referencias externas, el teatro parecía respirar en una promesa. Y Last work cumplió. No se trata de la obra más amable del creador israelí, si se tiene en cuenta ese binomio escena-audiencia que tan bien maneja Naharin, por oficio y por talento, ofreciendo habitualmente cuidadas y eficaces fórmulas casi desde el inicio, que garantizan el sobrecogimiento más allá del disfrute y tiran del sentido del humor. Y amante de momentos catárticos, elaborados por una exquisita mezcla de música y movimiento, tensión y desesperación, consecuentes de escenas trepidantes que parecieran anunciar algo así como un apocalipsis, se ha tomado su tiempo Ohad Naharin en Last work (estrenada en 2015), para llegar hasta ellos. Los 17 intérpretes que dibujan esta pieza, de gran personalidad pero también permeabilidad, funcionando perfectamente como individuos, pero también como masa (otra de las máximas de Naharin, el uso de las composiciones grupales), se van exponiendo con crudeza y cierta contención, trazando un pausado camino para mostrar todos los estados emocionales posibles, cercanos al dolor. Precisos y enfundados en la técnica GAGA que el creador israelí acuñara hace años, consistente en la escucha del cuerpo que se dispone en estados físicamente extremos. La explosión, que llega a puerto como coherente consecuencia del camino transitado, más que como arrebato, y lo político y social que envuelve el espectáculo, finalmente se tornan evidentes. Al fondo, una bailarina que ataviada con vestido azul (el color también marca la diferencia) corre en soledad sin perder el ritmo, ni el tiempo, durante la hora del espectáculo en lo que parece una huida frustrada, anuncia subordinación y se concreta una escena y una obra, que sacude emociones desde la gravedad, y conciencias desde la danza.