Crítica de The Great Tamer. Concepción y dirección: Dimitiris Papaioannou. Festival Veranos de la Villa. Naves Matadero- Centro Internacional de Artes Vivas (Madrid). 11 de julio de 2017.
A pesar de una extensa trayectoria con más de veinte obras, la mayoría ideadas al amparo de su propia compañía, la Edafos Dance Theatre que disolvió en 2002 para continuar su trabajo desde otras estructuras, Dimitris Papaioannou (Atenas, 1964) nunca antes había mostrado trabajo en Madrid, hasta anoche, en el festival Veranos de la Villa. Pero no cristaliza el interés suscitado por este creador en su demostrado y prolífico recorrido (el espectáculo ha colgado el cartel de «no hay entradas»), sino en el cariz de su discurso y la confección y resultado de sus montajes (sorprendentes, inesperados), manifiestos para la gran mayoría con las memorables apertura y clausura de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, que el creador griego ideó. Artista plástico antes que bailarín y coreógrafo (y eso se nota, latente en toda su homilía), Papaioannou parece en búsqueda constante de lo sublime (bajo la estela de Longino, Kant o Burke) y sus espectáculos se presentan como tratados filosóficos en formato escénico, en los que la existencia del ser humano y sus recodos más lóbregos, son sustento para el rastreo de lo bello como categoría estética. The Great Tamer, último montaje estrenado en mayo de 2017 y visto anoche en las Naves Matadero-Centro Internacional de Artes Vivas de la capital (continúa en cartel hasta el 13 de julio), es claro paradigma de eso ya apuntado, que envuelve la disertación escénica de este creador. Cuestiones universales como qué hacemos aquí, de dónde salimos y hacia dónde vamos, marcan el fundamento de este trabajo en el que Papaioannou parece querer responder: ni idea, pero mientras lo averiguamos, busquemos la excelencia artística entre tanta pesadumbre. Y en lo formal, la encuentra: con un gran dispendio imaginativo alrededor del recurso escénico (fundamental la escenografía marcada por un suelo móvil y orgánico que es también elemento para la dramaturgia) y con la impecable labor de los 10 intérpretes que configuran este trabajo de teatro físico (7 hombres y 3 mujeres, ellas con una presencia más anecdótica, casi ornamental, a veces). Pero la admiración a la que se predispone al espectador, en este fantástico ejercicio de apreciación de la belleza, e incluso identificación de la misma en conocidas obras de la historia del arte, que los intérpretes, criaturas de lo sublime, recrean en su supervivencia, no siempre conlleva a la emoción, y ésta última se encuentra solo por momentos. La mera contemplación de lo excepcional también contiene un tiempo de caducidad en su acción, y la hora y cuarenta minutos de duración de este trabajo (no ayudó el calor que se respiró en la sala), ensombrece el resultado escénico final.