Hace unas semanas hice el taller sobre historia de la danza contemporánea que imparte la bailarina y coreógrafa Mar López (gracias por avisarme, Paloma). Entre los muchos aciertos de esta clase teórica en la que se explican contextos políticos y artísticos, se encuentra uno superlativo, a mi modo de ver: la mujer, la creadora, como vehículo para conocer la historia de la danza contemporánea. Mar López desgrana a través de ellas, las primeras, revolucionarias, libres y no normativas, los orígenes de este movimiento. Las hay muy conocidas por todas (Martha Graham e Isadora Duncan a la cabeza), pero también, como suele ocurrir, las que pasaron desapercibidas a pesar de la importancia de lo que generaron. Descubrí a unas cuantas de las que no sabía nada y casi nada, y salí de allí con no pocas cuestiones en la cabeza. Algunas de ellas, de nuevo, sobre nuestra invisibilidad.
Hace un año, también a propósito del 8M, Día Internacional de la Mujer, realicé un reportaje, Mujeres en danza, en el que pregunté a compañeras de profesión sobre los efectos latentes del patriarcado, sexismo, machismo y otros tantos males definidos por el género, que afectan dentro de la profesión de la danza y sufrimos todas, así y asao, ya pongamos atención o ya nos relajemos y vengan como una bofetada inesperada de quien menos imaginas. De manera muy generosa y abierta, las compañeras, periodistas, gestoras, programadoras, coreógrafas y bailarinas, contaban a este medio su punto de vista y reflexiones alrededor de “la mancha aceitosa de la desigualdad de género”, como lo definió la colega Sara Esteller. Actitudes paternalistas y displicentes, comentarios fuera de lugar, la bailarina como objeto de deseo, la complicación de trabajar como mujer y extranjera, la dificultad, tristeza e indignación de tratar con personas que prefieren resolver cuestiones laborales con hombres, y un largo etcétera. La mancha aceitosa viene de largo, desde que la historia es historia, y está claro que eliminarla requiere de esfuerzo, pero sobre todo de conciencia, de verla, en primer lugar. Es increible cómo los machismos, del tamaño que sean, se cuelan como una mosca en una habitación incluso propia, en la que no reparas después de un tiempo. Por ejemplo, cuando levantas la mirada del ordenador. Todas vamos aprendiendo a hacerlo en grandes o pequeños contextos.
Como periodista, la responsabilidad que encuentro en los medios de comunicación es doble y los errores de todas, también. En el contexto que nos ocupa, la danza, recuerdo una crítica en la que se le sugería a la coreógrafa y bailarina un tinte para el pelo; otra, en la que se resaltaba que la coreógrafa y bailarina fuese lesbiana; textos en los que se sigue calificando como musas a creadoras actuales y reconocidas. Y así hasta el casi infinito. Por suerte, algunos medios de comunicación como The New York Times o eldiario.es disponen de una nueva figura periodística que surgió hace dos años: la editora de género. Las personas que ejercemos el periodismo, con más o menos recursos a nuestro alcance, debemos tener especial cuidado, también cuando informamos sobre danza.
¿Cómo podríamos mejorarlo? Recurro a una frase de Sonia Aldama, poeta, escritora y mi profesora de ficción, con la que articula su taller de Feminismo y Escritura. “El lugar desde el que escribimos y vivimos, está sociológicamente establecido por nuestro género, lugar de nacimiento y clase social”. Que no se nos olvide.