Texto de Cristian Martín, bailarín y coreógrafo, director de la compañía Proyecto Lanza, para la sección `Hola, soy coreógrafa/o´. Idea y coordinación: Mercedes L. Caballero.
Hola, soy coreógrafo, pero solo un poco. Lo soy cuando me dejan.
Quizá, cuando sienta que vivo en un país que aprecia el arte, que no abandona a sus creadoras y creadores, que los que se sientan en esos escaños de poder no dan una patada a todo lo que gira en torno al hecho cultural, a lo mejor ese día lo seré a tiempo completo.
De momento, aquí estoy, intentado surfear la ola. Agradecido por las oportunidades que se me presentan, pero con voz crítica hacia una realidad que se muestra hostil con el arte en general y, muy en particular, con la danza.
Hoy encuentro cobijo en este espacio tan necesario para las coreógrafas y coreógrafos, ávidos de un remanso donde poder exponer con libertad los descontentos que genera este maltratado oficio.
Mi compañero de vida y para mí referente en lo artístico y lo ético, Daniel Doña, dice que «los coreógrafos y coreógrafas de este país hemos estado a la altura en los peores momentos de nuestra historia, demostrando nuestro buen hacer en cada una de nuestras creaciones, aunque estas fueran realizadas bajo mínimos. Ahora, les toca dar la cara a aquellos que juegan en el otro lado y forman parte de esas instituciones que supuestamente nos deberían proteger, ayudar, en definitiva, nos deberían cuidar».
Mirando a través de los ojos del arte, me doy cuenta del poder transformador que ha tenido en las distintas sociedades. Un poder milenario al que me agarro férreamente, a sabiendas de continuar en un desierto amargo, lleno de sinsabores, en el que los creadores y creadoras de este país intentamos sacar la cabeza como sea.
No quiero que este texto sea algo amable, hoy no quiero hablar de las bondades de esta profesión, ni ser partícipe de este buenismo enmascarado que nos rodea. No quiero pervertir mis palabras, convirtiéndolas en un amasijo de mentiras e imposturas, que nada tienen que ver con lo vivido. No quiero andarme con más ambages y adornos maliciosos. Eso lo dejo para las vidas ficticias que nos hemos creado en redes sociales. Como dice la siempre lúcida Isabel Coixet, “prefiero ser, a parecer que soy, prefiero hacer, a parecer que hago».
Es complejo desarrollar la labor de coreógrafo preguntándote constantemente si existe esta profesión como tal o es, más bien, un espejismo que se revela como un auténtico «acto de fe» al que nos aferramos para no tirar la toalla.
Siento estar engullido en una trinchera infinita, intentando esquivar los golpes para no caerme. Y desde ahí, desde esa lucha , o como diría Lorca, desde ese «duende» que también es lucha y define tan bien nuestra patria, aguanto el tirón para transformar todo aquello que me inspira, ya sea arte o no, en algo bello, y convertirlo en un hecho escénico.
El poder transformador del arte en nuestra sociedad da sentido a que continúe aquí, peleando por esa verdad escénica, esa que pueda remover y conmover a alguien, para lograr, tal vez, el milagro que hace que esta desazón valga la pena.
Aunque mi formación, desde sus inicios, ha sido desde el academicismo clásico, con un fuerte estudio y un aprendizaje de los códigos de la Danza Española en sus cuatro formas (escuela bolera, folclore, danza estilizada y flamenco), me siento bastante alejado de los cánones que, en mi opinión, resultan a veces anacrónicos, que se siguen repitiendo a lo largo del tiempo en esta disciplina artística.
Si como coreógrafas y coreógrafos no somos capaces de que la realidad nos penetre y influya de una forma u otra en nuestras creaciones, será complicado que nuestro discurso como artistas sea tenido en cuenta o escuchado. Trasladaremos la idea de un mundo que ya no existe, de un tiempo pasado que, tanto en las formas como en los modos de hacer, ha cambiado. Estaremos sujetos a esa tiranía de la nostalgia mal entendida, esa que a veces es peligrosa porque cae en lo absurdo y la caricatura de lo que un día fuimos.
Y lo cierto es que me preocupa perder esa perspectiva que nos da el tiempo y no ser capaz de observar el mundo con los ojos del presente, de no someterme a una revisión constante y perder mi perfil crítico ante las cosas que suceden. Que mis trabajos puedan convertirse en un estanque de aves donde la vida permanece siempre igual.
Sería incomprensible que una pandemia como la que estamos padeciendo no me rozara, no me pasara por encima como una apisonadora. Que el machismo que impera en la sociedad asesinando a mujeres no me remueva lo más mínimo, o que la incesante vulneración de los derechos humanos no dejara mella en mi ser.
Si todo eso me deja inerte y no soy capaz de enfangarme hasta la cintura, como mínimo, habré perdido ese privilegio que significa crear. Esa acción tan sumamente potente y transformadora que es imposible experimentar con otras profesiones y logra que uno se emocione en cada creación y eche los restos en ella, nunca mejor dicho.
Son pocas las veces que uno puede experimentar eso, porque las oportunidades cada vez son menos. Porque acceder a ayudas es cada vez más complejo y nuestro tejido cultural muere un poco más cada día. Porque todavía existen demasiados lobos con piel de cordero instalados en el poder que, aprovechándose de la precariedad laboral y el perverso sistema que rodea al sector dancístico, ejercen sin piedad un abuso continuado a bailarinas y bailarines cuya situación de fragilidad es un clamor en esta profesión.
La ética parece que se olvida demasiado pronto y entonces vives en el doloroso ejercicio de la frustración, de recomponerte a cada minuto para no caer de nuevo al vacío. Vives en el difícil reto de la aceptación de lo que eres, y eso, a veces, asusta. Asimilar que las cosas son como son y que tienes que continuar bailando, creando… Porque, a pesar de todo, eres COREÓGRAFO.
Márgenes, 6 de febrero de 2022 en el Centro Cultural Paco Rabal (Madrid)). 11 de febrero de 2022 en el Teatro Pablo Neruda de Peligros (Granada).