Estos días de aniversario de la compañía 10 y 10 Danza he imaginado a Mónica Runde. La veo pegada a una certeza como un pronóstico cosido a la lengua, y esa verdad vive con ella en el desayuno, durante la noche, en sueños o desvelada por lo que la mantiene en pie, en la moto, en el coche, en el metro. Cuando compra arenques y relee a Ondine Perret.
Imagino a Mónica Runde una mañana cualquiera y reciente de ensayos en su casa. Seca el sudor de su frente y lidia con el de la planta de sus pies, el de las articulaciones bajo la ropa, para no detenerse. A fin de cuentas, todo es promesa en la humedad de un cuerpo que baila y todo epílogo cuando el sudor pasa a ser embalaje de memoria.
Pienso que desde hace mucho, La Runde elige sin pudor ni diplomacia la soledad de cualquier verdad ante el acompañamiento, a veces vacuo, de su profesión. Ella sabe de lo suyo y lo suyo abarca tanto como su largo y vigoroso cuerpo al desplegarse sobre, con, para cualquier escenario. Últimamente opta por el salón, un rectángulo del que ha despejado muebles y plantas con la misma soltura con la que barre la vida de los artificios de un holaquétalcuántotiempo. Se podría decir que Mónica raspa en lo normativo con la misma intensidad con la que acaricia lo veraz.
En una esquina, libre de escepticismo y olvido, ha colocado una barra de ballet para estirar las rodillas perforadas por el tiempo y la danza, que a veces es lo mismo. Ahí se agarra cada mañana, con la comodidad de quien vive bajo sus propias decisiones, el augurio de quien sobrevuela lo pasajero.
Imagino a Mónica con un trago de agua en la garganta y la pierna derecha sobre la barra. Que gira de manera breve a la izquierda, siente el torso y el aire en los pulmones, piensa en dejar de fumar como quien piensa en redecorar la cocina y encuentra su imagen en el espejo del fondo. Que vuelve hacia ella, se contempla en la soledad de la casa y le asombra el desinterés que le provoca el paso de los años y el de la justicia poética. Imagino que sonríe, es la figura de una mujer de cincuenta que sacrificó expectativas ajenas para cumplir las suyas; desde temprana edad, hace lo que le gusta y le divierte. Baja de la barra y se lía un pitillo que enciende al instante.
Sigo imaginando cosas, por ejemplo, el timbre suena y Mónica continúa hacia la vida por el pasillo.
—¿Sí?
—Somos Inés y Elisa.
Pulsa para abrir con la mano que sujeta el cigarrillo, desanda el camino hasta el salón y sale al balcón que da al corazón de Madrid. Me acuerdo de esa frase de Margaret Atwood, “hay un cielo azul, hay un ventanal”.
Pienso en que Mónica lo sabe y nadie la sacará de esa certeza que vive como un pronóstico cosido al recuerdo, con hilo blanco: 10 & 10 son 30. Diez y diez, también.